Llorar… ¡Pero no!, sin gritar. Un llanto de esos, de los que
ahogas. De los que se te atraganta en la garganta. De los que escuece en los
ojos. Y mortifican al alma. Acurrucarte bajo la manta para que nadie lo
descubra, para que nadie sepa tu sufrimiento. Para que nadie piense que eres débil.
¡Mentira! ¡No eres débil! Pero en ese momento te sientes pequeño. Manejable. Idiota.
Ingenuo. Inocente. ¿Cómo alguien que siempre es fuerte puede encontrar tal
revoltijo de sentimientos?, la cabeza dando vueltas, y en el estomago las
mariposas han vomitado de tanto revolotear.
Tareas abandonadas, apartadas por el hecho de sentirte
indispuesto para hacerlas. ¿Indispuesto? Pero no estás enfermo, ni malo… Sabes
que no, pero te encuentras peor que si tuvieras cualquier enfermedad. No hay
manera de sacar a esos malditos duendes que juegan en tu cabeza y te causan el
mayor dolor de todos. Entonces lloras más. Y el dolor de cabeza aumenta. Y entramos
en un bucle, la pescadilla que se muerde la cola. Pero eso te da igual. Tu problema
en ese momento es otro.
Indecisa de que hacer, coges el móvil, lo mareas hasta que
te decides a encenderlo. Esperas con los últimos rayos de esperanza encontrar
un mensaje suyo. Pero como de costumbre te defraudas al saber que no ha pensado
en ti. No te extraña, pero te desilusiona igualmente. Piensas si mandarle un
mensaje, ¿y si piensa que soy una pesada?, ¿y si no me habla porque no quiere
saber nada de mí? Quien sabe…
Te decides a esperar, lleváis sin hablar cuatro días, le
dejas como oportunidad tres días más. ¿Y si no te habla? Pues le saludas,
aunque sabes que luego no contestará, que de repente pasara de ti, y un mensaje
tuyo, que no suponía el final de la conversación, se convertirá, sin serlo, en
un adiós improvisado. Y volveremos a la rutina. Semana tras semana desde que le
conociste. Los mismos “¿y si...?”, las mismas dudas, y los mismos llantos
ahogados. Las mismas noches de cara la pared inventado historias que nunca sucederán,
en las que aparece y te ama con locura, y tu sonríes, y dices que tu también… y
otro “¿y si...?” se te pasa por la cabeza, el que más te gusta, y el único que
te hace sonreír en vez de temblar. ¿Y si estamos juntos para siempre?